jueves, 7 de abril de 2016

Preludio a la orilla


El silencio alrededor hace evidente la expectativa. De ser visibles los alientos se habrían notado los torbellinos convulsionantes, los centenares de revoloteos de mariposas cálidas provocando los más apocalípticos huracanes al otro lado del mundo. Teoría del caos en medio del pacífico fulgor de las miradas estroboscópicas.
Sentados ambos a la orilla de un altar humano, del altar más humano del mundo donde los sueños divinos del hombre surgen, donde se le va a hombres a mujeres un tercio de sus vidas.
Las manos apoyadas sobre las dunas suaves dibujadas por las telas estremecidas. Por un instante sabiéndolo todo, actuando como si no se supiera nada. Como el hombre que por primera vez vio el fuego producto del seguro azar.
Secretos a voces vivas. Ya no es necesario decir más cuando los dedos se arrastran suplicantes hacia la otra mano, aún sin luz, los ojos ya no sirven cuando el recorrido le corresponde al corazón.
La cercanía se minimiza al extremo, con la delicadeza del más grande pintor en la última pincelada de su obra magna. Despacio y conteniendo un tanto la respiración a medida los ojos se acercan a los otros desesperados por decidir si perderse en una mirada o desviarse al horno de los labios, de las más elocuentes palabras insonoras, donde se habla con sensaciones y donde se escucha con la piel.
Y entonces llega, el instante final, el infinito segundo en que las mariposas se vuelven huracanes, el instante en que el caos es armonioso, el momento en que con los labios se empieza a respirar.

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